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domingo, 9 de abril de 2017

Sentido y riesgo de las quemas

Todos los años por esta época se produce un fenómeno ante el cual solemos reaccionar como sociedad de dos formas extremas: la indolencia y la desmedida angustia. Ambas reacciones se producen por lo general por falta de información, aunque la primera de ellas también puede asociarse con negligencia, algunas veces criminal. La vegetación reseca o proclive a la resequedad debido a la ausencia prolongada de lluvias arde en incendios localizados o gigantescos y fuera de control. El fenómeno es más frecuente y espectacular o dramático en los llanos, aunque es común observar ardiendo a la vegetación en cualquier lugar del país.
El origen de estas candelas veraneras puede ser espontáneo (los pajonales secos prenden y el fuego se propaga sin intervención de factores humanos), negligente o provocado. En estos últimos casos, los desechos metálicos y de vidrio en las orillas de carreteras y vertederos de basura pueden facilitar la combustión de la vegetación, y suele ocurrir también que la antigua y tradicional práctica de la quema se salga del control del agricultor y el fuego termine incendiando áreas en las que no estaba previsto que llegara la deflagración.
Sobre este último caso es preciso detenerse, porque no es verdad (como suele sentenciar el observador no informado) que quemar vegetación sea siempre una práctica de criminales e ignorantes.

El más potente abono
Con motivo de los eventuales incendios que han devastado (y seguirán devastando, inexorablemente) al Waraira Repano, al norte de Caracas, el análisis u observación más frecuente ha sido que toda la vida vegetal y parte del suelo habían muerto, y que habrían de pasar muchos años antes de que se recuperaran. Bastaba ver el espectáculo de un Ávila carbonizado y humeante en amplios sectores para reafirmarse en ese diagnóstico o pronóstico.
La realidad era y es distinta: lo que dejaron (y seguirán dejando) esos grandes incendios, esa capa negra resultante de la quema de árboles y plantas, es el nutriente más poderoso con que cuenta la nueva capa vegetal que se levantará apenas comience a recibir la lluvia. Los llaneros o viajantes del llano ha sido testigos y a veces protagonistas de ese ciclo calcinar/devastar; por esta época el llano arde en candelas, y después de mayo comenzará el “milagro” del reverdecer. Los mastrantales que en estos días han desaparecido o se ven reducidos a varas inertes retoñarán con fuerza hacia julio-agosto, cuando los aguaceros vengan a resucitarlos.
Los pueblos que han vivido por milenios de la agricultura han observado este fenómeno y lo han aplicado a su oficio vital de una manera que suena paradójica: arrasar el suelo para nutrirlo. Cuando un agricultor incendia una parcela al final del período de sequía lo hace para que las especies que sembrará apenas comience a llover se levanten ayudados por el nutriente más poderoso, que es esa ceniza poblada de minerales. Esos vegetales que usted quema han de descomponerse y convertirse en abono de todas formas, pero ese proceso puede llevarse muchos años; el sentido de la quema es acelerar ese proceso y reducirlo a minutos u horas.
Por supuesto que la quema controlada tiene sus normas y métodos, y es verdad que no siempre se respetan y por eso los incendios suelen propagarse sin control, con la consiguiente destrucción de bienes y sembradíos que no necesitaban ser quemados. Lo que el agricultor experimentado practica y recomienda es la construcción de un cortafuego (franja totalmente desmalezada que le pondrá límite a la candela), la quema en áreas reducidas, de forma gradual (no quemar toda la materia vegetal en una sola sesión sino en varias fases), y la no utilización de combustibles fósiles (gasoil, gasolina). La otra recomendación es la frecuencia: es bueno y efectivo este procedimiento pero no se debe usar de manera indiscriminada todos los años, porque al final el sustrato sí puede terminar empobreciéndose.
Dados los antecedentes y el discurso largamente impuesto, quizá resulte difícil defender esa práctica, pero es totalmente defendible desde el punto de vista de la agroecología y de la defensa de los saberes ancestrales, sobre todo en oposición al discurso mercantilista que susurra al oído del agricultor: “¿Para qué vas a quemar vegetación, si puedes comprarme mis venenos y fertilizantes químicos?”.

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