Todos los años por esta época se produce un
fenómeno ante el cual solemos reaccionar como sociedad de dos formas extremas:
la indolencia y la desmedida angustia. Ambas reacciones se producen por lo
general por falta de información, aunque la primera de ellas también puede
asociarse con negligencia, algunas veces criminal. La vegetación reseca o
proclive a la resequedad debido a la ausencia prolongada de lluvias arde en
incendios localizados o gigantescos y fuera de control. El fenómeno es más
frecuente y espectacular o dramático en los llanos, aunque es común observar
ardiendo a la vegetación en cualquier lugar del país.
El origen de estas candelas veraneras puede
ser espontáneo (los pajonales secos prenden y el fuego se propaga sin
intervención de factores humanos), negligente o provocado. En estos últimos
casos, los desechos metálicos y de vidrio en las orillas de carreteras y
vertederos de basura pueden facilitar la combustión de la vegetación, y suele
ocurrir también que la antigua y tradicional práctica de la quema se salga del
control del agricultor y el fuego termine incendiando áreas en las que no
estaba previsto que llegara la deflagración.
Sobre este último caso es preciso
detenerse, porque no es verdad (como suele sentenciar el observador no
informado) que quemar vegetación sea siempre una práctica de criminales e
ignorantes.
El más potente abono
Con motivo de los eventuales incendios que
han devastado (y seguirán devastando, inexorablemente) al Waraira Repano, al
norte de Caracas, el análisis u observación más frecuente ha sido que toda la
vida vegetal y parte del suelo habían muerto, y que habrían de pasar muchos
años antes de que se recuperaran. Bastaba ver el espectáculo de un Ávila
carbonizado y humeante en amplios sectores para reafirmarse en ese diagnóstico
o pronóstico.
La realidad era y es distinta: lo que
dejaron (y seguirán dejando) esos grandes incendios, esa capa negra resultante
de la quema de árboles y plantas, es el nutriente más poderoso con que cuenta
la nueva capa vegetal que se levantará apenas comience a recibir la lluvia. Los
llaneros o viajantes del llano ha sido testigos y a veces protagonistas de ese
ciclo calcinar/devastar; por esta época el llano arde en candelas, y después de
mayo comenzará el “milagro” del reverdecer. Los mastrantales que en estos días
han desaparecido o se ven reducidos a varas inertes retoñarán con fuerza hacia
julio-agosto, cuando los aguaceros vengan a resucitarlos.
Los pueblos que han vivido por milenios de
la agricultura han observado este fenómeno y lo han aplicado a su oficio vital
de una manera que suena paradójica: arrasar el suelo para nutrirlo. Cuando un
agricultor incendia una parcela al final del período de sequía lo hace para que
las especies que sembrará apenas comience a llover se levanten ayudados por el
nutriente más poderoso, que es esa ceniza poblada de minerales. Esos vegetales
que usted quema han de descomponerse y convertirse en abono de todas formas,
pero ese proceso puede llevarse muchos años; el sentido de la quema es acelerar
ese proceso y reducirlo a minutos u horas.
Por supuesto que la quema controlada tiene
sus normas y métodos, y es verdad que no siempre se respetan y por eso los
incendios suelen propagarse sin control, con la consiguiente destrucción de
bienes y sembradíos que no necesitaban ser quemados. Lo que el agricultor
experimentado practica y recomienda es la construcción de un cortafuego (franja
totalmente desmalezada que le pondrá límite a la candela), la quema en áreas
reducidas, de forma gradual (no quemar toda la materia vegetal en una sola
sesión sino en varias fases), y la no utilización de combustibles fósiles
(gasoil, gasolina). La otra recomendación es la frecuencia: es bueno y efectivo
este procedimiento pero no se debe usar de manera indiscriminada todos los
años, porque al final el sustrato sí puede terminar empobreciéndose.
Dados los antecedentes y el discurso
largamente impuesto, quizá resulte difícil defender esa práctica, pero es
totalmente defendible desde el punto de vista de la agroecología y de la
defensa de los saberes ancestrales, sobre todo en oposición al discurso
mercantilista que susurra al oído del agricultor: “¿Para qué vas a quemar
vegetación, si puedes comprarme mis venenos y fertilizantes químicos?”.
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