Informativo agrourbano. Ministerio del Poder Popular de Agricultura Urbana y comunidades organizadas de la República Bolivariana de Venezuela

domingo, 9 de abril de 2017

El Prado insiste en ser productivo

  • Niños y jóvenes apuestan a los saberes ancestrales de la agricultura


Si a algo no puede sacarle el cuerpo la comunidad Parque Residencial El Prado (parroquia La Concepción, municipio Pampanito, estado Trujillo) es a la enorme carga simbólica de sus nombres: los edificios que la conforman se llaman Araguaney, Bambú, Apamate, Bucare, Merey, Ponsigué, Guatacaro, Guamacho, Semeruco. Así que, desde su sello de identidad que son las plantas comestibles y maderables, este sector ubicado en las afueras de la capital de Trujillo nunca podrá deslastrarse de su índole campesina, a medio camino entre lo agrícola y lo puramente silvestre.
Ana Berríos y Wilfrido González, habitantes y activadores de un proceso de siembra y formación de jóvenes en El Prado, aportan algunos datos de la historia local del último siglo. Ya existía en los años 20 del siglo pasado como comunidad campesina. En 1975 se inauguraron los edificios de 4 plantas que hoy son la referencia visual y urbanística de este conjunto, creado a propósito de la puesta en marcha del núcleo Rafael Rangel de la Universidad de Los Andes (ULA). Sus fundadores fueron en su mayoría habitantes de los campos trujillanos que llegaron a la capital del estado para estudiar en la universidad.
“En El Prado no terminamos de tener los hábitos de la ciudad, aunque se ha impuesto un olvido de los hábitos campesinos”, reflexiona Wilfrido González, un docente de la Escuela Técnica Agropecuaria que se ha propuesto formar a un grupo de niños de 2 a 14 años de edad en las faenas de la producción de especies alimenticias. “Pero como los padres y abuelos de todos los habitantes de este sector son o fueron campesinos, no va a ser difícil reconciliar a la gente con la valoración de las tradiciones y saberes de la ecología”.

El super patio
Como todavía no se ha estandarizado una denominación para los espacios productivos en las ciudades, nuestra gente suele ponerle a sus ensayos el nombre que su orgullo o su humildad le indica. La gente del edificio Bambú está experimentando con la siembra en sus áreas comunes, patios y jardineras, y llama genéricamente a ese experimento “patio productivo”. Resulta que ese “patio” tiene una longitud de unos 120 metros, y un ancho que varía entre los 10 y los 5 metros. Algunas jardineras del frente también están en la mira para la siembra, y de hecho ya pueden verse algunas plantas frutales creciendo discretamente. La discreción tiene que ver con que el proyecto de siembra no cuenta con el apoyo unánime de todos los vecinos, y ha habido oposición y reclamos en contra de esta iniciativa.
Cuenta Ana Berríos que “Originalmente estas áreas eran recreacionales y todos esos espacios estaban llenos de grama. Pero ya en el año 81 existían iniciativas de cultivos. Tengo nombres de las personas que han sembrado en la historia de esta comunidad: Darío Marín, Darío Osechas, Oswaldo González y Pedro León entre otros sembraron en su momento bucares, bambú y pumagás, y Ferdinando Márquez y su familia sembraron algunas palmeras que todavía existen por aquí. Yo misma me incorporé a la siembra y sigo haciéndolo. Esos espacios que antes al menos estaban llenos de grama se han ido llenando de monte, y los muchachos han limpiado ese espacio abandonado y lo están convirtiendo en un espacio productivo”.
El ensayo de conuco más sólido de la década pasada estuvo a cargo de Antonio Ramírez y su hijo Juan Pablo; ellos sembraron algunos cítricos, y en su conuco llegaron a cosechar tomate, pimentón, ají; las plántulas las obtuvieron de un programa de Fondas. Luego por su cuenta llenaron varios canteros con plantas medicinales y aromáticas. Hay otro conuquero muy activo en la comunidad, el señor Arturo Calderón.

La sorpresa
La aspiración de Wilfrido González es incorporar a la mayor cantidad de niños posible a esta iniciativa. Que los vecinos comprendan que no se trata de un proyecto personal ni grupal sino una forma de organización que ha de proporcionarle comida gratis a la comunidad, si ésta se lo propone y se organiza.
“Algunos vecinos se quejan de que estamos utilizando espacios recreativos para sembrar. Esa queja se les ha ido quitando poco a poco, cuando ven que no hay nada que divierta y entretenga más a los muchachos que la siembra y el cuidado de sus matas. Como no hay nada que rinda más que algo que se hace con buen humor, los jóvenes se divierten mientras se forman y hacen un trabajo productivo”, dice González, quien agrega que en pocos meses les dará a todos los habitantes del edificio un regalo sorpresa: la cosecha y distribución gratuita de todo cuanto se coseche. Producto de esos juegos de niños, a mediados de marzo podían verse prosperando en ese patio gigantesco matas de plátano, maíz de al menos tres variedades; tomate, ají, yuca, auyama y recientemente frijoles cuarentones y tapiramas, semillas ancestrales que aportarán leguminosas durante todo el año.
Los niños más activos y entusiasmados en este experimento son: Sofía y Joanny González, Carlos Alejandro Daboín, Sebastián y Ernesto Gómez, Leandro y Angelo Torres Terán, Sebastián y Diego Ramírez; José Leonardo y Adalberto. El menor de ellos (Sebastián Gómez) tiene 2 años y fue el responsable de la mayor parte de la siembra de maíz y tapiramas del ala este del edificio El Bambú.
Con ese equipo hay la intención de recuperar otro espacio: una construcción abandonada, que iba a ser la sede de la Casa de la Cultura, y que este equipo de vecinos emprendedores proyecta convertir en vivero comunitario.

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Ángelo ha sembrado toda su vida

Conuquero nato y obsesivo, Ángelo Torres nació el 27 de julio de 2004. Vive en el edificio Araguaney, en cuyo frente ha colonizado un pequeño espacio y lo tiene lleno de plantas comestibles: ají, maís, yuca, tapiramas, frijoles, caraotas. Ha hecho equipo con su primo, Leandro Terán (9 años) y se ha incorporado al movimiento de muchachos productores del edificio de enfrente, el Bambú.
Siembra desde que estaba muy pequeño, estimulado por su maestro de Producción en la escuela La Plazuela, quien ponía a los niños a sembrar; recuerda haber comido ají y pimentón de aquellas iniciativas escolares. Luego, en su comunidad, ha seguido recibiendo el estímulo para que siga sembrando, primero de una vecina llamada Mercedes y ahora del profe Wilfrido. Cuando crezca y llegue el momento quiere estudiar Veterinaria o Ingeniería Agrícola. Dentro de unos años habrá que buscarlo a ver si sigue en lo mismo.

Sentido y riesgo de las quemas

Todos los años por esta época se produce un fenómeno ante el cual solemos reaccionar como sociedad de dos formas extremas: la indolencia y la desmedida angustia. Ambas reacciones se producen por lo general por falta de información, aunque la primera de ellas también puede asociarse con negligencia, algunas veces criminal. La vegetación reseca o proclive a la resequedad debido a la ausencia prolongada de lluvias arde en incendios localizados o gigantescos y fuera de control. El fenómeno es más frecuente y espectacular o dramático en los llanos, aunque es común observar ardiendo a la vegetación en cualquier lugar del país.
El origen de estas candelas veraneras puede ser espontáneo (los pajonales secos prenden y el fuego se propaga sin intervención de factores humanos), negligente o provocado. En estos últimos casos, los desechos metálicos y de vidrio en las orillas de carreteras y vertederos de basura pueden facilitar la combustión de la vegetación, y suele ocurrir también que la antigua y tradicional práctica de la quema se salga del control del agricultor y el fuego termine incendiando áreas en las que no estaba previsto que llegara la deflagración.
Sobre este último caso es preciso detenerse, porque no es verdad (como suele sentenciar el observador no informado) que quemar vegetación sea siempre una práctica de criminales e ignorantes.

El más potente abono
Con motivo de los eventuales incendios que han devastado (y seguirán devastando, inexorablemente) al Waraira Repano, al norte de Caracas, el análisis u observación más frecuente ha sido que toda la vida vegetal y parte del suelo habían muerto, y que habrían de pasar muchos años antes de que se recuperaran. Bastaba ver el espectáculo de un Ávila carbonizado y humeante en amplios sectores para reafirmarse en ese diagnóstico o pronóstico.
La realidad era y es distinta: lo que dejaron (y seguirán dejando) esos grandes incendios, esa capa negra resultante de la quema de árboles y plantas, es el nutriente más poderoso con que cuenta la nueva capa vegetal que se levantará apenas comience a recibir la lluvia. Los llaneros o viajantes del llano ha sido testigos y a veces protagonistas de ese ciclo calcinar/devastar; por esta época el llano arde en candelas, y después de mayo comenzará el “milagro” del reverdecer. Los mastrantales que en estos días han desaparecido o se ven reducidos a varas inertes retoñarán con fuerza hacia julio-agosto, cuando los aguaceros vengan a resucitarlos.
Los pueblos que han vivido por milenios de la agricultura han observado este fenómeno y lo han aplicado a su oficio vital de una manera que suena paradójica: arrasar el suelo para nutrirlo. Cuando un agricultor incendia una parcela al final del período de sequía lo hace para que las especies que sembrará apenas comience a llover se levanten ayudados por el nutriente más poderoso, que es esa ceniza poblada de minerales. Esos vegetales que usted quema han de descomponerse y convertirse en abono de todas formas, pero ese proceso puede llevarse muchos años; el sentido de la quema es acelerar ese proceso y reducirlo a minutos u horas.
Por supuesto que la quema controlada tiene sus normas y métodos, y es verdad que no siempre se respetan y por eso los incendios suelen propagarse sin control, con la consiguiente destrucción de bienes y sembradíos que no necesitaban ser quemados. Lo que el agricultor experimentado practica y recomienda es la construcción de un cortafuego (franja totalmente desmalezada que le pondrá límite a la candela), la quema en áreas reducidas, de forma gradual (no quemar toda la materia vegetal en una sola sesión sino en varias fases), y la no utilización de combustibles fósiles (gasoil, gasolina). La otra recomendación es la frecuencia: es bueno y efectivo este procedimiento pero no se debe usar de manera indiscriminada todos los años, porque al final el sustrato sí puede terminar empobreciéndose.
Dados los antecedentes y el discurso largamente impuesto, quizá resulte difícil defender esa práctica, pero es totalmente defendible desde el punto de vista de la agroecología y de la defensa de los saberes ancestrales, sobre todo en oposición al discurso mercantilista que susurra al oído del agricultor: “¿Para qué vas a quemar vegetación, si puedes comprarme mis venenos y fertilizantes químicos?”.

“Nuestras tragedias pasadas las volveremos fortaleza”


  • Blandín aporta experiencia y juventud al Plan “Caracas, Ciudad Agroecológica”


La memoria intergeneracional de Blandín y de toda la Carretera Vieja Caracas-La Guaira originó, en algún momento del siglo XX, una sentencia o recordatorio trágico: cada 50 años hay aguaceros, deslaves y derrumbes en el sector, fichado y catalogado desde hace tiempo como de alto riesgo. En diciembre de 1999, después de algún retraso, vino a cumplirse esta especie de profecía meteorológica con la potencia más devastadora que recuerde el país. Aquella desgracia colectiva que se recuerda genéricamente como “la tragedia de Vargas” dejó el saldo de muerte y destrucción que toda Venezuela recuerda. Comenzaba Blandín a recuperarse de su catástrofe cuando de pronto llegó la otra, 40 años antes de lo que indicaba aquel calendario memorioso, y en 2010 hubo otra vez que contabilizar casas destruidas, muertos y damnificados.
Siete años después, un grupo de niños nacidos entre esas dos fechas lamentables (1999 y 2010) forman parte de un ejército en plena formación para la vida: son una escuadra de conuqueros que le están entrando al asunto con el brío que cualquiera se imagina. La gente que la muerte no se logró llevar de Blandín es la que le da forma al futuro de esa comunidad.

Palabra y obra de Pascual Quintero
Cuando uno camina por Blandín se da cuenta, sin necesidad de ser experto en poblamiento, topografía o ingeniería, que la vocación de esos suelos es más agrícola que urbana o residencial. Pero hubo un caballero, fundador y conocedor de esos territorios, que le aportó algunas claves a su gente antes de fallecer. Pascual Quintero, obrero y agricultor, llegó a establecer con precisión los puntos vulnerables y los más sólidos de esa zona montañosa al oeste del Waraira Repano. Los habitantes más antiguos y preocupados por la recuperación de la memoria histórica aseguran que aquellas zonas en las que Pascual recomendó construir permanecen en pie, al margen de la furia de la quebrada Sanchorquiz, luego de las grandes tragedias de este siglo. También fue un antecedente o referencia importante en la práctica de la agricultura urbana: “Mi abuelo sembraba café, yuca, hortalizas y plantas medicinales”, recuerda su nieta, Carmen Gutiérrez, hoy en día una activista comunal que relata con orgullo que el Comité de Tierras lleva el nombre de Pascual Quintero.
Carmen atesora unos datos importantes del abuelo y de la historia de la localidad. Por ejemplo, que la suya fue una de las primeras casas de Blandín, junto con la de la familia Herrera; que a los niños los traían al mundo parteras o comadronas y que el agua para el consumo doméstico la captaban de las quebradas cercanas mediante acueductos artesanales hechos con bambú. Fernando Ojeda, otro habitante con buena memoria, conocimiento del terreno (lo llaman “El Topógrafo”) y méritos como investigador, ahonda en el movimiento poblacional e informa que el poblamiento original de Blandín estuvo asociado a la actividad que se desarrolló alrededor de las estaciones del ferrocarril Caracas-La Guaira. En efecto, el barrio La Línea, uno de los más consolidados del sector, se llama así porque las casas de su vereda más populosa van alineadas a los rieles del tren, objetos patrimoniales que todavía pueden verse sobresaliendo de la acera justo a la salida de algunas viviendas.

Los agricultores de antes
y los que vienen
“Esta comunidad se formó gracias a la inmigración de gente de Los Andes, oriente, los Llanos, de todas partes de Venezuela”, dice Fernando Ojeda. “Y mire lo que son las cosas: con los años Blandín se saturó de tantos habitantes que abandonaron el campo, y ahora el campo está llamando a sus hijos para que produzcan”. Sergio Angulo, habitante de Puente Rojo, rescata algunas referencias del pasado agrícola de la zona: “Había un señor llamado Augusto Yánez que tenía una casona en un sector llamado ‘Los Guanábanos’, precisamente porque eso estaba lleno de matas de guanábana”. Los viejos habitantes recuerdan que también se practicaba en la zona la cría de cabras, y rememoran la vena de agricultor del fundador Pascual Quintero.
En cuando a los agricultores actuales y potenciales, destaca un grupo de 16 muchachos de 4 a 18 años de edad (es decir, nacidos entre tragedia y tragedia) que están siendo estimulados y formados según el método aprender haciendo. Algunos de ellos: Camila Vanessa Espinoza, Mariángela Peña, Yoyner Peña, Rafael Hernández, Anthony Balboa, Moisés Alfonso, José Manuel Espinoza, Anyeli Balboa.
Blandín sigue creciendo al ritmo de su sello topográfico más notable: se insiste en que es zona de peligro inminente, pero su gente organizada está empeñada en demostrar que allí es posible desarrollar una actividad agrícola sustentable, además de algunas iniciativas turísticas; los puentes, restos del viejo ferrocarril y un par de caídas de agua que culminan en abismos majestuosos parecen indicar que esta última posibilidad no es nada remota. El vecino y activista Jorge La Cruz resumió en una sola sentencia la metáfora viva de la comunidad: “En Blandín las tragedias pasadas las volveremos fortaleza”.
En un recorrido en el que participaron la ministra de Agricultura Urbana, Érika Farías, junto con su equipo, además de un grupo de militantes, activadores y cronistas orgánicos de Blandín, estos mostraron los puntos afectados por los aguaceros y deslaves, y señalaron en el terreno lo hecho y lo proyectado: los conucos y patios en desarrollo, las ruinas de antiguas viviendas y espacios que consideran posible recuperar y convertir en renovados cafetales y sembradíos de distintas especies. La comunidad de Blandín forma parte de las que integran el corredor “Heroica Carretera Caracas-La Guaira”.
Los datos de la breve reseña histórica de Blandín fueron extraídos de una conversación con los habitantes de la zona: Carmen Gutiérrez, Fernando Ojeda, Celedonio Lira, Manuel Obelmejías, Sergio Angulo, Martín Tejada, Jorge La Cruz. 

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“El aliño de la Revolución”

Martín Tejada tiene 73 años. Nació en República Dominicana y desde los años 80 vive en Venezuela. En algún momento de los años 90 compró un rancho en Blandín y allí reside hasta el momento. Ha soportado, como todos sus vecinos, los rigores de la tempestad y la tragedia. Trabajó como obrero y jefe de almacén en el hospital Padre Machado, pero esa ocupación la ejerció por muy poco tiempo porque el cuerpo le pedía otra cosa: desarrollar en Blandín la que ha sido su vocación desde que estaba en su país natal, la de agricultor.

El hombre es conocedor de las plantas, los ciclos y los procesos agrícolas. Asegura que 80 por ciento de los alimentos que se consumen en su casa provienen de los espacios que él mismo ha cultivado, pero la misión que se ha impuesto desborda los límites del hogar: por su propia iniciativa y sin que nadie se la esté financiando, ha decidido enseñarle a un grupo de niños y adolescentes del sector los secretos del conuco y la producción.
“Los niños son el aliño de la Revolución”, dice con energía. “Si nosotros no queremos salir de esto (dice, refiriéndose al sabotaje que desaparece y encarece la comida del pueblo) entonces no les enseñemos estas cosas a los muchachos. La única forma de que tengamos comida para todo el mundo es que cada madre que tenga un hijo lo incorpore a la siembra. Decía el comandante Chávez: ‘La mata da el café y yo pongo el azúcar’. Bueno, usted me manda a su muchacho y yo le enseño la agricultura”. El conuco en que los muchachos están aprendiendo y haciendo ha dado ya varias cosechas de maíz, yuca, caraota, quinchoncho, ocumo, aguacate, mandarina y otros rubros.

Editorial (abril 2017)


En la Venezuela chavista, tiempo y plataforma de la Democracia Participativa y Protagónica, andamos explorando las claves de la recampesinización: el proceso que nos está llevando, por conciencia y por necesidad cotidiana e histórica, al momento en que los habitantes de las ciudades están mirando con curiosidad, y también con ardoroso afecto, aquellas prácticas que nuestros abuelos y bisabuelos dejaron atrás y allá lejos. El maestro pueblo que está potenciando esa vocación de regreso a la siembra proviene por lo general de las propias comunidades urbanas, y ha sido un reconfortante hallazgo la coincidencia de visiones entre la gestión del Minppau y el espíritu que mueve a este periódico: aquí la voz predominante será la del ese ser emergente que es el agrourbano. La del ciudadano que busca en la agricultura la solución a los problemas que nos trajo la entrega incondicional del país a una lógica empresarial y corporativa de la producción y distribución de alimentos.
El capitalismo perpetró durante el siglo XX un secuestro masivo de personas que se ganaban la vida en faenas del campo y nos trajo a este punto en que 80 por ciento de la población es urbana pero mayoritariamente improductiva. El sentido y razón de ser de un Ministerio de Agricultura Urbana, diseñado o preconizado en sus líneas maestras por el comandante Chávez en el Plan de la Patria, y creado en su concreción institucional por el presidente Nicolás Maduro, es la reactivación del apego de nuestra gente a las labores agrícolas, en busca de soberanía alimentaria, pero además de una alimentación sana, producto del esfuerzo de gente consciente y no esclavizada por terratenientes ni corporaciones.
El éxito de esta misión no podrá medirse solamente en toneladas de alimentos producidos (que ya los estamos produciendo y esto ha sido relativamente fácil) sino en algo más importante como la verificación de un cambio cualitativo de actitudes y tendencias: cuando el habitante de nuestras ciudades y pueblos se movilicen masivamente en la utilización de espacios ociosos para convertirlos en fuente de alimentos; cuando en los ámbitos familiar, vecinal y comunal la norma sea la producción de carbohidratos y proteínas para el sustento y el intercambio, entonces habremos dado el salto cualitativo que la Revolución ha iniciado a pesar de los obstáculos.
El término y concepto “recampesinización”, al que todavía muchos se acercan con cautela, desconfianza o abierto temor, no es de ninguna manera sinónimo de retrogradación o atraso. Cierta propaganda cosmopolita ha estandarizado la creencia de que sólo la tecnología y el artefacto cibernético nos garantizarán una navegación eficiente por el futuro. Prohibido olvidar que en ese territorio llamado “futuro” también necesitaremos comer, y la única tecnología que produce alimentos es la que nos hermana con las labores del campo, no la que niega nuestro origen campesino.